En el Diccionario de la Real Academia Española, el término millonario, en su segunda acepción, refiere a alguien rico, muy acaudalado. Pero en la Argentina hasta ese término se ha bastardeado. Antes que cierre el año, una familia tipo necesitará un millón de pesos para poder superar el umbral de la pobreza, medida en términos de ingresos. El último dato del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) ha revelado que también los pobres se cuentan de a millones en la Argentina. En esa situación se encuentran 24,3 millones de ciudadanos, de los cuales, unos 8 millones no pueden reunir siquiera los ingresos mínimos para alimentarse. Son los indigentes. Tucumán no escapó a las generales de la ley. La tasa fue la más alta de las últimas dos décadas con medio millón de personas que residen en el principal aglomerado urbano sin poder costearse los gastos mínimos de subsistencia familiar. Casi 153.000 conciudadanos están en la indigencia.
La Argentina no ha padecido una guerra para tener semejante cuadro socioeconómico. En el último año, la cifra de pobres se incrementó en 3,9 millones de casos. De ese total, cerca de 137.000 ciudadanos están radicados en el área metropolitana tucumana. La cifra alerta. Es prácticamente similar a la cantidad de empleados públicos existentes en la provincia. El economista David Mermelstein expuso en su cuenta en “X” (@dmermel) un texto al que tituló “El edificio con humedad: Alegoría de la economía argentina y el drama de la progresión de la pobreza”. En ese posteo expone lo que ha sucedido en la Argentina de las últimas décadas como aquel edificio antiguo que se fue deteriorando por aquella humedad. El gran drama argentino es que, en todas las administraciones de gobierno, se intentó mostrar otra fachada de lo que en realidad era esa estructura. Se negó el problema; se depositó bajo la alfombra los dramas socioeconómicos para disimular inacción o errores de gestión (como el ocultamiento de datos estadísticos); hasta se llegó a empapelar las paredes del edificio con billetes que hoy pagan las consecuencias de su devaluación. Mientras tanto, el edificio alberga a 46 millones de personas, y la mitad vive con la humedad a cuesta.
El futuro está hipotecado. Que casi un 70% de la población infantil esté desamparada por la crisis es un claro signo de que la política no aprendió de los errores del pasado. El shock fue la gota que rebasó el vaso. La devaluación fue la consecuencia de la espiral inflacionaria que se encendió en el pasado reciente con una furiosa emisión monetaria. La calidad de vida de la población se deterioró aceleradamente. En agosto, el monto de una Asignación Universal por Hijo y el bono extra de la Tarjeta Alimentar, representaban el 50,2% del valor que una familia tipo necesita para no ser considerada en situación de indigencia y el 22,5% del monto que necesita la misma familia para no ser considerada en situación de pobreza. Desde otro punto de vista, plantea el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA), a pesar de los esfuerzos del Estado, que basa sus políticas sociales en transferencias focalizadas en hogares vulnerables con menores de edad, en el punto más álgido de la crisis de la coyuntura, en el primer trimestre de este año, el 30,6% de los menores de 18 años residían en hogares en situación de indigencia y el 70,4% de los mismos en situación de pobreza. Posteriormente, con la desaceleración del aumento de precios y la leve recuperación de los ingresos, la población de menores de 18 años en situación de indigencia disminuyó al 24% y los que se encontraban en situación de pobreza al 63,8%. Agustín Salvia, director de ese observatorio de la UCA alerta que el índice de pobreza (mucho más el de indigencia) bajará con lentitud en la medida que la recesión económica se disipe y en tanto y en cuanto la inflación ceda para mejorar, así, el poder adquisitivo de la sociedad. “En el mejor de los escenarios, hacia el cierre de este año, el nivel de pobreza quedaría en torno al 45%, con un 15% de indigencia, siempre y cuando no haya más desequilibrios macroeconómicos, como fueron los valores con los que se cerró la gestión presidencial de Alberto Fernández”, puntualiza a LA GACETA.
La preocupación se instaló en la Casa de Gobierno. ¿Cómo se combate esta realidad social que depende, en gran medida, de decisiones económicas nacionales? “No retaceen partidas; la situación es difícil”, es la orden que ha dado el gobernador Osvaldo Jaldo. En estos tiempos, el mandatario provincial cumple el rol de equilibrista. Sabe que no puede criticar las políticas que agudizaron la situación socioeconómica nacional porque asumió un rol dialoguista ante la Casa Rosada. Pero también debe atender los reclamos y las demandas de sus pares justicialistas que advierten que la gestión de Milei no está cumpliendo los pactos preexistentes, aquellos acuerdos que, en un principio, iban a dinamizar la economía y a generar empleos, mediante la reactivación de la obra pública. Nada de eso está sucediendo. El tranqueño está gastando a cuenta de futuros ingresos nacionales. Puede que la restitución del pago del impuesto a las Ganancias para la cuarta categoría de trabajadores mejore la coparticipación pero, como dice el ministro de Economía Daniel Abad, disminuyó el flujo financiero, sin perder de vista el equilibrio fiscal.
El Estado tuvo que contener a una franja social tucumana cada vez más empobrecida, que no pregunta tan sólo qué va a comer, sino también con qué pagará las facturas de los servicios públicos privatizados. Sólo como referencia, entre enero y agosto pasado, el Gobierno provincial aportó $ 57.600 millones para sostener el sistema de dispositivos alimentarios, atender los comedores infantiles y escolares y los centros comunitarios. El ministro de Desarrollo Social, Federico Masso, ha recibido instrucciones del gobernador para que, entre octubre y diciembre, se incrementen los módulos alimentarios de 1,1 millón a 1,8 millón. En otros términos, la asistencia de ocho productos (azúcar, yerba, aceite, harina, fideos, lentejas, arroz y puré de tomate). Las jornadas extendidas de los comedores escolares asisten a 400.000 niños, adolescentes y jóvenes en todo el territorio provincial. Todo esto sin la asistencia del Gobierno nacional.
A nadie debe sorprender que la pobreza afecte a entre 700.000 y 850.000 habitantes de Tucumán.
El aumento del nivel de pobreza e indigencia es atípico. Es el costo del déficit cero, de un ajuste fiscal que todavía tendrá sus secuelas en el tiempo. Como señala el economista e investigador del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (Cedlas), Leopoldo Tornarolli, la explicación de la pobreza no está dada por la desocupación, por la pérdida del empleo, sino por el fuerte deterioro del poder adquisitivo del sueldo. “Cada vez tenemos más salarios de pobreza”, fundamenta.
La pobreza no es un fenómeno que se da de la noche a la mañana. Tampoco es una cuestión estructural, aunque la mitad de los que la padecen puede que no logren recuperarse en el mediano plazo. Embistió también contra la clase media tradicional. Salvia, al respecto, calcula que un cuarto de la población argentina que integraba ese estrato social hoy no está en condiciones de superar el umbral de ingresos para sostenerse en la pirámide social. No en vano, más de un 20% de la fuerza laboral tucumana que tiene empleo dice que busca otro para tratar de llegar con sus ingresos a fines de mes.
La sociedad está aturdida. En toda la geografía nacional, la suba de la tasa de pobreza ha superado el 10% interanual. La población infantil, los trabajadores informales y los jubilados están más expuestos al deterioro de su situación socieconómica. Al resto de la sociedad sólo le queda cruzar los dedos para que haya un plan que combata realmente la inflación y el Gobierno encarrile el rumbo macroeconómico porque, de otra manera, seguiremos siendo millonariamente pobres.